Pesco porque me gusta.
Pesco porque me contó un viejo pescador de alma, que la pesca es el deporte de los hombres buenos y lo quiero ser.
Pesco porque me encuentro con Dios en cada recodo, en la paz, en la soledad, en el agua que corre y sólo se detiene para saciar mi sed, para emborracharme de sueños.
Pesco como rebelión ante un mundo convulsionado, triste y mentiroso que me asfixia secándome la garganta con su odio y su hiel.
Pesco lejos de todos, en lugares bellos, aunque no pesque. Muy lejos de lugares feos, donde pescan todos, aunque pesque.
Pesco con uno o dos amigos, es suficiente; más ahuyentan la magia y los duendes que me muestran muy temprano dónde están las mejores truchas para luego bañarse en los remansos y tomar sol en las correderas.
Más de dos, rompen el silencio y no me permitirían sentir los sonidos del agua en cada piedra, o el salto de los peces mosqueando.
Pesco sin competencia, sin revancha, sin apuro, sin envidia... sin la necesidad de pescar. Pesco porque en la naturaleza me encuentro feliz.
Pesco porque al finalizar la jornada el fuego crepita tibio y perfumado, la comida es más sabrosa, el vino es más rico y abundante y mis amigos más divertidos.
No pesco para llenar mi cesta de peces, sino para llenarla de paisajes nuevos, para llenarla del cariño de mis amigos viejos, para llenarla de paz, de magia, de encanto de duendes.
Pesco para pescar el hombre bueno que tenemos adentro.
Pesco para encontrarme conmigo mismo.
Por eso pesco.
Dedicado a todos los amantes de la pesca.
Hugo Ferrari.
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